Que me detenga en un pequeño pueblito, de colores, llamado Mangaratiba. Pequeño pueblecito bajo una montaña, toda devorada por infinidad de árboles tropicales, cuyas únicas salidas son un abrupto camino montañés por donde el autobús desciende hasta las primeras casitas y, al otro lado de la montaña, extendiéndose tan inmensamente como sólo él sabe hacerlo, el Océano. Pequeñas playas donde atracan barcos pesqueros me saludan; éstos siempre con su intenso aroma a mar, con su crujiente óxido rasgando sus viejos cascos, llenos de algas y quizás algo más. Hay, entre ellas, un pequeño puerto, donde un pequeño ferry nos espera.
La oscura noche ya ha terminado y, poco a poco, se ilumina el pueblecito con un Sol que comienzo a avistar tras las montañas. Estoy ya dentro del ferry esperando ansioso que me lleve a donde quiera llevarme, mar adentro.
Ya por fin salimos del puerto y veo alejarse y empequeñecerse más aún de lo que ya es Mangaratiba, difuminándose entre el verde de las montañas, como si nunca hubiese existido. El mar crece alrededor y apenas me queda por ver pequeños islotes pegados al continente, entre un agua brillante que refleja los rayos del nuevo día. Resulta gracioso tambalearse sobre el ag
Sobrio Océano, siempre te vi frío oscuro y salvaje, ahora puedo verte transparente y cristalino, cálido por la luz que reflejas y suave y relajado, sin grandes olas que agiten tu templanza.
Por fin puedo observar, absorto, nuestro destino. Una pequeña isla crece y se agiganta a nuestro paso, ocupando todo lo que mi vista pueda abarcar.
Son todo montañas, verdes y salvajes con un pequeño pico coronando la cumbre de una de ellas. En la costa tan sólo puedo distinguir una fina línea blanca, de arena que apenas me deja distinguir rastro alguno de civilización. Aparecen islotes, pequeños y graciosos, donde pequeñas barcazas se amarran, que dan la bienvenida a Ilha Grande
Ya he llegado, después de 6 horas, a mi destino. Una villa, a orillas del mar, con el nombre de Abraão me saluda contenta por nuestra llegada. Grupo de turistas a lomos de un ferry dispuestos a gastarse todo lo que encima tengamos, ¿qué menos, pues, que una calurosa bienvenida?
Calurosa sobretodo, pues el Sol radiante que ya crece alto en el cielo comienza a quemar mis hombros y yo, ingenuo, desnudo mis espaldas para recibir con gusto la fuerte radiación (suerte no haberme quemado, supongo que las calurosas mañanas tirado en la playa de Ipanema al fin dieron su resultado).
Decididos, damos una vuelta por la villa, buscando alguna pequeña y tierna posada en la que alojarnos; de precios pequeños, que no nos sangren; de habitaciones compartidas, pues dormir sólo se vuelve triste y aburrido. Pero no debemos perder mucho tiempo. Todos sabemos a qué hemos venido, y no ha sido a dar una vuelta de posada en posada por el pueblo.
Queremos salir, al mar, subirnos a un pequeño barquito que nos transporte a playas más tranquilas, donde tan sólo nos molesten peces juguetones que quieran morder un poco de nuestro pan. Donde podamos relajarnos, jugar con la arena y sentir cálidos los besos cuando caes sobre ella. Disfrutar de la sombra de un árbol desconocido, mientras saboreas las tiernas y agridulces frutas tropicales que te ofrecen pescadores de la zona, que sólo esperan recibir a cambio una amigable sonrisa que agradezca el nuevo sabor que acaricia el paladar.
Queremos navegar, sólo nosotros, sin ferry lleno de turistas que nos atosiguen, atr
Cocinar carne de barbacoa en el mismo barco y disfrutar entre risas y cervezas del buen día que se extiende a tu alrededor, mientras te secas sin toalla alguna dispuesto a lanzarte de nuevo al agua, tan transparente como jamás hubieras imaginado del oscuro Atlántico, tan caliente como nunca hubieras creído de este frío océano.
No, no hay tiempo de entretenerse en el pueblo. Salgamos ya decididos a conocer Ilha Grande, ya tendremos momento en la noche de contar historias y de no dormir tirados en una cama, con dulce y salvaje sexo latino que nos arrope en la más tierna oscuridad.
Saludos a todos desde Ilha Grande.